viernes, 7 de enero de 2011

¿Por qué es desgraciada la gente? Por Bertrand Russell



Los animales son felices siempre que tienen salud y comida suficiente. Parece que a los seres humanos les debiera ocurrir lo propio; pero en el mundo moderno no es así, por lo menos en la mayor parte de los casos. Quien sea desgraciado estará dispuesto a admitir que no constituye un caso excepcional. Quien sea feliz pregúntese cuantos amigos suyos lo son. Y, después de pasar revista a sus amigos, estudie el arte de leer las expresiones de sus caras, tome nota de los humores de quienes encuentra en el curso de un día corriente.

En todas las caras que me encuentro, veo huellas de flaqueza y de dolor, dice Blake. Varía la calidad, pero la desgracia se nos presenta en todas partes. Trasladémonos a Nueva York, la más típicamente moderna de las grandes ciudades. Situémonos en una calle concurrida durante las horas de trabajo, o en una avenida principal cuando termina la semana, o en un baile al atardecer; despojémonos de nuestro propio yo y dejemos que personas extrañas tomen posesión de nosotros, una tras otra. Notaremos que cada una tiene su preocupación. En la muchedumbre, a las horas de trabajo, veremos ansiedad, concentración excesiva, dispepsia, falta de interés en lo que no sea lucha, incapacidad de divertirse, inconsciencia de las personas que le rodean. En una carretera de importancia veremos, un fin de semana, hombres y mujeres de buena posición, y algunos muy ricos, todos decididos a divertirse.

La marcha tiene que ser uniforme a la del coche más lento en esta procesión; es imposible ver la carretera llena de coches, ni el paisaje, pues el mirar a los lados puede ocasionar un accidente; todos los automovilistas están obsesionados por el deseo de pasar a los otros coches, cosa imposible a causa de su número; y si no tienen esta preocupación, lo cual suele ocurrir a los que no conducen, un aburrimiento enorme se apodera de ellos, reflejándose en las caras de fastidio. Alguna vez aparece un coche cargado de negros, que efectivamente se divierten, pero que producen indignación por su conducta excéntrica y que acaban en manos de la policía, por cualquier accidente: es ilegal divertirse en un día de fiesta.

O si no, observemos a la gente en una reunión. Todos van decididos a divertirse, con la misma decisión con la que uno se resigna a no desesperarse en la sala de espera de un dentista. Como se dice que la bebida y las caricias son las puertas de la alegría, la gente se embriaga inmediatamente y procura no darse cuenta de lo mucho que le molestan sus compañeros. Cuando han bebido más de la cuenta, los hombres comienzan a llorar y a lamentarse de lo indignos que son del cariño de sus madres. Todo lo que consiguen con el alcohol es librarse de la sensación del pecado, cosa que la razón consigue en los momentos más lúcidos.

Las razones de estas distintas clases de desgracia se hayan, en parte, en el sistema social y, en parte, en la psicología individual –que es, naturalmente, en una proporción considerable, un producto del sistema social-. Antes de ahora, he escrito acerca de las transformaciones que son necesarias en el sistema social para promover la felicidad. No es mi propósito hablar en este libro de la abolición de la guerra, de la explotación económica, de la educación en el miedo y en la crueldad. Es una necesidad vital de nuestra civilización el descubrir un sistema que evite las guerras; pero no hay posibilidad de tal sistema mientras los hombres sean tan desgraciados que el exterminio mutuo les parezca menos horrendo que el soportar constantemente la luz del día. Es necesario impedir la perpetuación de la pobreza y hacer que los beneficios de la producción maquinizada vayan en gran parte a quienes más lo necesitan; pero, ¿de qué sirve que todos sean ricos, si hasta los ricos son desgraciados? La educación en la crueldad y en el miedo es mala, pero es la única que puede darse por quienes son esclavos de esas pasiones. Y esto nos lleva al problema individual. ¿Qué pueden hacer ahora un hombre y una mujer en medio de nuestra sociedad nostálgica para conseguir la felicidad? Al discutir el problema me fijaré tan sólo en las personas que no están sujetas a una extrema miseria. Supondré que tienen los ingresos suficientes para procurarse casa y comida y la salud necesaria para dedicarse a todas las actividades corporales corrientes. No tendré en cuenta las grandes catástrofes, como la pérdida de un hijo, o las calamidades públicas. Hay mucho y muy importante que decir acerca de esto, pero pertenece a un orden de cosas distinto al que ahora me interesa. Mi propósito es sugerir una cura para la infelicidad corriente, de la que actualmente sufre la mayoría de la gente en los países civilizados, y que es tanto más insufrible cuanto que, por no obedecer a causa externa manifiesta, se presenta como inevitable. Yo creo que esta infelicidad es debida en gran parte a ideas erróneas, a una ética y a unos hábitos de vida equivocados, que conducen a la destrucción del impulso y del deseo natural de las cosas posibles, de las que depende en definitiva toda felicidad de hombres y animales. Son cuestiones que están dentro de las posibilidades individuales, y yo me propongo sugerir los cambios mediante los cuales puede conseguirse la felicidad, supuesta una posición económica corriente.

Tal vez sean la mejor introducción a la filosofía que preconizo unas breves palabras autobiográficas. Yo no nací dichoso. De niño, mi himno favorito era: Cansado del mundo y con el peso de mis pecados. A los cinco años yo pensaba que si habría de vivir setenta no había pasado aún más que la catorceava parte de mi vida, y me parecía casi insoportable la enorme cantidad de aburrimiento que me aguardaba. En la adolescencia, la vida me era odiosa, y estaba continuamente al borde del suicidio, del cual me libré gracias al deseo de saber más matemáticas. Hoy, por el contrario, gusto de la vida, y casi estoy por decir que cada año que pasa la encuentro más gustosa. Esto debido en parte a haber descubierto cuáles eran las cosas que deseaba más y haber adquirido gradualmente muchas de ellas. En parte es debido también a haberme desprendido, felizmente, de ciertos deseos (la adquisición de conocimiento indudable acerca de algo) como esencialmente inasequibles. Pero en la mayor parte se debe a que cada día es menor la preocupación acerca de mi mismo. Como otros que recibieron educación puritana, yo tenía la costumbre de meditar acerca de mis pecados, mis extravagancias y mis defectos. Yo me creía -seguramente con justicia- un ejemplar miserable. Gradualmente me acostumbre a ser indiferente para conmigo mismo y para mis faltas, y llegue a concentrar cada vez más mi atención en objetos externos: la situación del mundo, las diversas ramas del conocimiento, las personas que me eran agradables. Es verdad que las preocupaciones exteriores traen su posibilidad de dolor; el mundo puede hundirse en una guerra, ciertas clases de conocimientos pueden ser difíciles de alcanzar, los amigos se pueden morir.

Pero esta clase de dolores no destruye la calidad esencial de vida como los que se producen del disgusto consigo mismo. Y todo interés externo inspira alguna actividad que, mientras el interés permanece activo, nos previene por completo contra el tedio. El interés por uno mismo, al contrario, no conduce a ninguna actividad progresiva. Puede llevarnos a escribir un diario, a caer en el psicoanálisis, o tal vez meterse de frailes. Pero el fraile no será feliz hasta que la rutina del monasterio le haya hecho olvidar su propia alma. La felicidad que él atribuye a la religión, la pudo haber obtenido haciéndose barrendero, siempre que se obligara a serlo durante toda su vida. La disciplina externa es el único camino que puede seguir hacia a la felicidad esos infortunados, cuya absorción en sí mismos es demasiado profunda para que pueda curarse de otro modo. La introspección puede ser de varias clases. Podemos señalar al pecador, al narcisista y al megalómano como tres tipos muy corrientes.

Al hablar del pecador no quiero fijarme en el comete pecados, pecados los comete todo el mundo o no los comete nadie, según nuestra definición de la palabra. Quiero que se entienda como pecador el hombre que está absorto de la conciencia del pecado. Este hombre está perpetua contradicción consigo mismo, contradicción que, si es religioso, la interpreta como desaprobación divina. Tiene ante sí la imagen de lo que debiera ser, y esta imagen está en constante desacuerdo con el conocimiento real de sí mismo. Si en su pensamiento consiente ha rechazado las máximas que le enseñó su madre en la niñez, su sentido del pecado puede estar muy oculto en su inconsciente y salir a la superficie cuando está dormido o embriagado. Sin embargo, ello puede ser suficiente para quitarle el sabor de todo. En el fondo todavía acepta las prohibiciones que le enseñaron en su infancia. La blasfemia es mala, el beber es malo, la astucia en los asuntos corrientes es mala, y sobre todas las cosas, el sexo es nefasto. No se abstiene, naturalmente, de esos placeres, pero todos están amargados por la sensación de que le degradan. El único placer que desea con todo su corazón es el que su madre lo acaricie, aprobando su conducta, lo que es un recuerdo de sus experiencias infantiles. Como este placer ya no le es asequible, cree que nada tiene importancia, y puesto que tiene que pecar, decide pecar intensamente. Cuando se enamora aspira a la ternura maternal, pero no puede aceptarla, porque, a causa de la imagen de su madre, no siente respeto por ninguna mujer con la que tiene relaciones sexuales. Entonces, desilusionado, se hace cruel, se arrepiente de su crueldad y comienza de nuevo su triste giro de pecado imaginario y remordimiento real. Tal es la psicología de muchos pecadores empedernidos. Lo que los descarría es la devoción a un objeto inasequible (la madre o un sustituto maternal), al mismo tiempo que la inculcación, en los primeros años infantiles, de un código ético ridículo. La liberación de la tiranía de las creencias y afectos primeros es el primer paso hacia la felicidad de esas víctimas de la virtud materna.

El narcisismo es, en cierto sentido, lo opuesto al habitual sentido del pecado, consiste en hábito de admirarse y desear ser admirado. Hasta cierto punto, esto es, desde luego, normal, y no hay que censurarlo; solamente cuando es excesivo se convierte en un daño grave. En muchas mujeres, especialmente entre las ricas, la capacidad de enamorarse está completamente agotada y se sustituye por un deseo vehemente de que todos los hombres se enamoren de ellas. Cuando una mujer de ese tipo está segura de que un hombre la ama, ya no tiene interés para ella. Lo mismo ocurre, aunque con menos frecuencia, entre los hombre; el ejemplo clásico es el protagonista de Liaisons Dangereuses. Cuando se lleva la vanidad hasta ese punto, no hay verdadero interés por ninguna otra persona y, por lo tanto, no puede obtenerse del amor satisfacción alguna. Otro de interés fracasa más ruidosamente todavía. Un narcisista, por ejemplo, seducido por el homenaje rendido a los grandes pintores, puede estudiar arte; pero como la pintura no es para él otra cosa que el medio para conseguir un fin, la técnica no llega a interesarle nunca, y no puede ver ningún tema sino en relación consigo mismo. La consecuencia es el fracaso y desencanto, con el ridículo en vez de la esperada adulación. Lo mismo puede decirse de las novelistas que se idealizan siempre en sus novelas como heroínas de las mismas. Todo el éxito serio en un trabajo depende de un interés genuino por el material con el que el trabajo está relacionado. La tragedia de un político, sustituido con éxito por otro, reside en la gradual sustitución del narcisismo por un interés con la colectividad y en los proyectos que preconiza. El hombre que solo se interesa en sí mismo no es admirable, y en eso todo el mundo está de acuerdo. En consecuencia, el hombre a quien solo le preocupa el mundo lo admire, no es probable que consiga su propósito. Pero aunque lo consiguiera, no sería completamente feliz, porque el instinto humano no está nunca completamente centrado sobre sí mismo, y el narcisista se limita artificialmente, lo mismo que el hombre dominado por el sentido del pecado. El hombre primitivo pudo enorgullecerse de ser buen cazador, pero al mismo tiempo le atraía la actividad de la caza. La vanidad, cuando traspone ciertos límites, mata el placer de toda actividad espontánea y conduce fatalmente a la indiferencia y al aburrimiento. Muchas veces su fuerza es la timidez, y se cura con el aumento de la propia estimación. Pero esto solamente puede conseguirse por una actividad afortunada, sugerida por intereses objetivos.

El megalómano difiere del narcisista en que prefiere ser poderoso a ser simpático, y procura ser temido más que ser amado. A este tipo pertenecen muchos lunáticos y muchos grandes hombres de la historia. El ansia de poder, como la vanidad, es un elemento importante en la naturaleza humana, y como tal debe aceptársele; se hace deplorable sólo cuando es excesivo o cuando se asocia con un sentido insuficiente de la realidad. Cuando esto ocurre, da lugar al hombre desgraciado, o loco ambas cosas a la vez. El lunático que se cree rey puede, en cierto sentido, ser feliz, pero ninguna persona normal envidiaría su felicidad. Alejandro, el Magno, pertenecía psicológicamente a este tipo, aunque poseía el talento necesario para realizar el sueño de un lunático. No pudo, sin embargo, realizar su propio sueño, que aumentaba de extensión a medida que lo iba realizando. Cuando fue evidente que era el mayor conquistador que conoció la fama, decidió por sí mismo que era un dios. ¿Fue en hombre feliz? Su embriaguez, su cólera furiosa, su indiferencia por las mujeres y su aspiración a la divinidad nos hacen sospechar que no. No hay una satisfacción definitiva en el desarrollo de un elemento de la naturaleza humana a expensas de todos los demás ni en considerar el mundo como materia prima para la magnificencia del propio yo. Generalmente, el megalómano es el producto de alguna humillación excesiva. Napoleón, en la academia, sufría sintiéndose inferior a sus compañeros, ricos aristócratas, porque él era un alumno pobre. Cuando permitió la vuelta de los emigrados, tuvo la satisfacción de ver a sus antiguos compañeros de la academia inclinándose ante él. ¡Qué felicidad! Más tarde quiso obtener una satisfacción semejante a expensas del zar, y ello lo encaminó a Santa Elena. Como ningún hombre puede ser omnipotente, una vida completamente dominada por el ansia de poder tiene que encontrar necesariamente, más pronto o más tarde, obstáculos invencibles. Solamente alguna forma de locura puede impedir que esta realidad penetre en la conciencia, aunque un hombre poderoso puede aprisionar o matar a quien le diga esto. Las represiones en el sentido político o psicoanalítico se dan de la mano. Y donde quiera que aparece una manifestación de represión psíquica no puede existir una felicidad genuina. El poder que se mantiene dentro de sus propios límites puede ayudar mucho a la felicidad, pero como un fin único de la vida conduce al desastre por dentro y por fuera.

Es evidente que las causas psicológicas de la infelicidad son muchas y muy variadas. Pero todas tienen algo en común. El hombre típicamente desgraciado es el que, habiendo sido privado en la juventud de alguna satisfacción normal, ha llegado a evaluar unas satisfacciones más que otras, y, por lo tanto, ha dado a su vida una dirección única, además de un énfasis exagerado del éxito sobre las actividades opuestas a él. Hay, sin embargo, un desenvolvimiento ulterior que es muy frecuente en nuestros días. Un hombre pude sentirse tan contrariado que no busque otras satisfacciones que la distracción y el olvido. Entonces se convierte en un devoto del placer; es decir, procura hacer llevadera la vida sintiéndose menos vivo. La embriaguez, por ejemplo, es un suicidio temporal; la felicidad que produce es puramente negativa, es una cesación momentánea de la infelicidad. El narcisista y el megalómano creen que la felicidad es posible, aunque adopten procedimientos equivocados para conseguirla; pero el hombre que se embriaga de un modo u otro, no tiene más esperanza que el olvido. En su caso, de lo primero que hay que persuadirlo es que la felicidad es deseable. Los hombres desgraciados, como los hombres que duermen mal, se muestran siempre orgullosos de ello. Tal vez su orgullo sea como el de la zorra que perdió su cola, y en este caso el remedio esta en indicarles cómo les puede crecer una cola nueva. Yo creo que muy pocos hombres elegirían ser desgraciados si ven una posibilidad de ser felices. No niego que exista esa clase de hombres, pero no son lo suficientemente numerosos como para darles importancia. Por lo tanto, yo supondré que el lector quiere ser feliz que desgraciado. No sé si yo podré ayudarlo a conseguirlo; pero, al fin de cuentas, el intento no le va a producir daño alguno.